«Derramado en libación» (2 Tim. 4,6)
Cuando pocas semanas antes de su muerte Pablo escriba a Timoteo, le dirá: «yo estoy a punto de ser derramado en libación» (2 Tim. 4,6). Se realizaba así de hecho aquello a lo que se había mostrado dispuesto desde mucho antes, como manifestaba escribiendo a los filipenses: «aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros» (Fil. 2,17).
En la cárcel y a la espera de la sentencia, Pablo sabe que esta puede conducirle al martirio. Pues bien, ante esa posibilidad se muestra disponible y manifiesta su intensa alegría. Toda su vida de evangelizador ha sido como un gran sacrificio, pues mediante su predicación ha logrado que los gentiles sean convertidos en ofrenda para Dios (Rom. 15,16); pues bien, Pablo se muestra dispuesto a completar ese sacrificio y a perfeccionar esa ofrenda regándola con su propia sangre. Pablo contempla la muerte martirial como sello de todo su apostolado.
Y un sello ciertamente coherente. Pues Pablo sabía que Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo, al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Cor. 5, 18-21); ahora bien, si a él se le había confiado el ministerio de la reconciliación (v. 18), no podía colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios sino mediante la ofrenda de la propia vida. De hecho, él no existía más que para el Evangelio; lo había entregado todo (tiempo, energías, inteligencia, salud...) sin reservarse nada; ahora -en absoluta coherencia- se disponía a derramar sacrificialmente su sangre para completar la reconciliación de los hombres con Dios y llevar a término la misión que Cristo le había encomendado.
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