2. Ruptura y continuidad
La primera impresión fue de ruptura. Se quebró todo: el ideal que alimentaba su vida, la observancia que tenía de la Ley: su esfuerzo por conquistar la justicia y llegar hasta Dios. En fin, todo lo que había aprendido y vivido desde pequeño. Se le desmoronó el mundo en el que vivía. Pero en el exacto momento de la ruptura, reapareció el rostro de Dios que le dirigía la palabra: “Saulo, Saulo, por qué me persigues?” (Hch 9,4). El Dios de ‘antes’ estaba con el ‘después’. ¡Dios, mayor que la ruptura, le dio la continuidad!
Allá en el camino de Damasco, de repente, sin esfuerzo alguno de su parte, Pablo recibió, gratis, aquello que todo su esfuerzo de 28 años no había conseguido alcanzar: la certeza de que Dios le acogía y le ‘justificaba’ (Rom 3,19-24). Dios le mostró su amor, cuando él, Pablo, era un “blasfemo, perseguidor e insolente” (1Tm 1,13; 1Cor 15,9; Gál 1,13; cf. Rom 5,7-8; 2Cor 5,19). La gracia fue mayor que el pecado (1Tm 1,14; Rom 5,20). ¡Esa experiencia de la bondad de Dios fue una luz tan fuerte que Pablo quedó ciego! Ella no cabía en la idea que él se hacía de Dios y provocó la ruptura. Ahora, Pablo, ya no consigue confiar en lo que él hace por Dios, sino en lo que Dios hace por él. Ya no coloca su seguridad en la observancia de la Ley, sino en el amor de Dios por él (Gál 2,20-21; Rom 3,21-26) ¡Gratuidad! Esta fue la marca de la experiencia de Pablo, en el camino de Damasco, que renovó por dentro toda su forma de relacionarse con Dios.
En adelante, aquella experiencia de la gratuidad del amor de Dios va a orientar la vida de Pablo y le va a sustentar en las crisis que llegarán. Ella es la nueva fuente de su espiritualidad, que hace brotar en su interior una ‘poderosa energía’ (Col 1,29); energía mucho más fuerte y mucho más exigente que su voluntad anterior de practicar la Ley y de conquistar la justificación. “Antes”, Pablo miraba hacia Dios, allá distante, y procuraba alcanzarlo a través de la observancia de la Ley de la tradición de los antiguos; pensaba sólo en sí mismo y en su propia justificación. “Ahora”, al sentirse acogido y justificado por Dios, ya podía olvidarse de sí y de su propia justificación para pensar sólo en los demás y servirles a través de la práctica del amor “que es la plenitud de la Ley” (Rom 13,10; Gál 5,14).
Así, dentro de la propia experiencia de ruptura, alumbró en Pablo la certeza de que el mismo Dios continuaba con él. Ocurrió la ruptura para que el propio Dios pudiese darle su continuidad “conforme a las escrituras” (1Cor 15,3; Hch 17,2-3; 18,28). La conversión a Cristo significó un cambio profundo en la vida de Pablo, pero no significó una mudanza o un cambio de Dios. Pablo continuó fiel a su Dios. Continuó también fiel a su pueblo. Al volverse cristiano no estaba dejando de ser judío. Al contrario. Se volvía más judío que antes. Pues fue la voluntad de ser fiel a las esperanzas de su pueblo lo que le llevó a aceptar a Jesús como Mesías. Reconoció en Jesús el ‘SI’ de Dios a las promesas hechas a su pueblo en el pasado (2Cor 1,20). Y así tendrá que ser siempre: la fidelidad al Evangelio debe llevar a una mayor fidelidad hacia nuestro pueblo.
3. La lenta maduración: “Es Cristo quien vive en mí”
Así, a los 28 años de edad, se inicia en Pablo un proceso de lenta maduración. La conversión se ahonda. Lucas narra tres veces cómo se dio la conversión repentina en el camino de Damasco (Hch 9,1-19; 22,4-16; 26,9-18). Pero no informa nada sobre la conversión prolongada que se extendió a los trece años de este segundo período. ¡Son trece años de silencio! Algunas frases del propio Pablo, sin embargo, permiten observar, aunque sea de lejos, algo de lo que él vivió durante todos aquellos años. Son como fotografías, conservadas en el álbum de las cartas. Vamos a mirar algunas de esas fotografías, las más lindas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario