En el siglo III a. C., una tribus celtas, después de haber despojado a Delfos, pasaron el Bósforo y se instalaron en la altiplanicie del Asía Menor, en la región de Ankara. Su último rey Amintas legó sus estados a Roma que engrandeció la provincia Galacia con las regiones limítrofes de Pisidia, Frigia y Licaonia. Como en su carta Pablo se dirige a los fieles con el nombre de gálatas (3,1), podemos estar seguros de que recorrió el corazón del país y no sólo la Pisidia y la Licaonia, a las que había evangelizado en su primer viaje.
Deseoso de predicar el evangelio en las grandes ciudades, Pablo no tenía seguramente la intención de detenerse en las aldeas del país de los gálatas. Pero una grave enfermedad impidió sus proyectos. Con palabras conmovedoras, el apóstol recordará más tarde las delicadas atenciones que recibió (Gal 4, 14). La enfermedad de Pablo no apartó a quienes le hospedaban de prestarle todos sus cuidados. Sin embargo, en el mundo antiguo la enfermedad se creía muchas veces que estaba provocada por los demonios, de los que había que preservarse; con esta intención escupían en tierra ante el enfermo. Lejos de realizar aquel gesto de desaire (Gal 4, 14), los gálatas se conmovieron por la predicación de Cristo en la cruz (Gal 3,1) y su conversión fue seguida de múltiples manifestaciones del espíritu (Gal 3, 2). Pablo conservará un grato recuerdo de esta misión imprevista y por eso sentirá mayor sorpresa del cambio de sus convertidos cuando pasaron por allí los predicadores judaizantes (Gal 3,1-5).
*En la foto cómo luce Galacia hoy día, en el Peloponeso, Grecia.
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