Un santo grande, “no popular”. Uno de los mayores admiradores de san Pablo y famoso orador Juan Crisóstomo, ya en el siglo IV, se quejaba que muchos cristianos, no sólo no leían al Apóstol sino que ni sabían cuántas cartas había escrito. Lo cierto es que Pablo nunca ha sido un santo popular como san Antonio de Padua, san Expedito o santa Teresita de Lisieux. El papa Benedicto XVI, con la convocatoria del Año Paulino, espera un mayor conocimiento de la vida, de la misión y de los escritos de san Pablo que repercuta favorablemente en las tareas pastorales y ecuménicas de la Iglesia. Estas notas apuntan precisamente a eso: ayudar a hacerlo entrar en el imaginario colectivo.
Cinco ciudades en su destino. – Pablo, cuyo nombre judío era Saulo, nació, entre los años 6/10 de nuestra era, en Tarso de Cilicia (en la actual Turquía), famosa por sus universidades. Allí realiza los primeros estudios y aprende el oficio de tejedor de tiendas de campaña. Poco más que adolescente, emigra a Jerusalén donde estudia La Ley (las Sagradas Escrituras) en la escuela del Rabí Gamaliel. Aquí conoce el Movimiento de “El Camino” que reúne a los secuaces de Jesús y se vuelve adversario apasionado primero, y luego perseguidor violento del mismo. A los 30 años, camino de la ciudad siria de Damasco, donde va en busca de cristianos para encarcelarlos, se le revela prodigiosamente Jesús resucitado que le habla. Pablo es bautizado y se convierte en un ferviente discípulo de ese Jesús que antes había perseguido. Rechazado por los viejos compañeros y sospechado por lo nuevos – lo creen un “infiltrado”-, es presentado a los Apóstoles por un amigo común, Bernabé, y es aceptado en la comunidad con la motivación que “ha visto al Señor en el camino” (Hech 9,27). En Antioquía de Siria, donde reside un tiempo, recibe con Bernabé la misión del Espíritu Santo de ir a predicar a las regiones lejanas. Y comienzan los grandes “viajes misioneros” que llevan a Pablo y a sus compañeros a anunciar el Evangelio a todo el mundo conocido, y a ser protagonistas de eventos extraordinarios como el Concilio de Jerusalén (año 49), que define la libertad de la Iglesia ante el judaísmo: el Antiguo Testamento queda “situado” y se afirma con claridad la “novedad” cristiana. Todo esto no sin dificultades, rupturas y hasta persecuciones (Cfr 2 Cor 11,16-33). Finalmente, Roma, es su meta, para implantar a Cristo en el corazón del Imperio; y allí, en la persecución de Nerón, muere mártir en el año 64 o 67.
Hijo de tres culturas “en un mundo globalizado”. – Sabemos que el agente principal de la Evangelización es el Espíritu Santo y, en la aventura de Pablo y de sus compañeros, eso se revela en forma palmaria. Pero se aprecia también con fuerza el factor humano del “instrumento escogido” (Hech 9,15) para llevar el nombre de Cristo a todos. En Pablo se dan tres mediaciones “naturales” que facilitan sus tareas misioneras: es de raza y religión judía – a las que no sólo no renuncia, sino que las va madurando y perfeccionando-, y hacen de soporte bíblico a su misión ; es de cultura griega que, con su dialecto – la koiné – le permite relacionarse con muchos pueblos, “inculturando” el Evangelio a sus lenguajes y costumbres; es ciudadano romano, capaz de comprender y aprovechar las facilidades administrativas del Imperio, orientadas -con sus tribunales, artes, correos, rutas, a hacer del mundo un solo gran pueblo (¡la Paz Romana!), globalizado ante litteram, un hecho que favorecía con creces el universalismo cristiano...
La “novedad” de Pablo: comunidades para comunicar. En Pablo las tres características recordadas generan un dinamismo prodigioso. En cifras se calcula que recorrió unos 20 mil Km., predicando al Cristo del Evangelio. Utiliza una estrategia urbana de gran eficacia: no se instala en aldeas y villorrios, sino en grandes urbes donde se hacía el pensamiento, hervía el comercio y la movilidad social, con influjo también en el agro. Pensemos en la primera Iglesia de Europa, en la ciudad de Filipos, en casa de Lidia, una comerciante de púrpura, donde llegaban comerciantes de todas partes. Catequizados sobre Cristo, lo hacían conocer en sus lugares de origen y la “Palabra se difundía”. Pablo crea, mejor recrea las “cartas” que ya existían, para comunicar con su comunidades. De las muchas, se conservan 13. Inventa nuevas palabras, da nuevo sentido a las antiguas para que el Evangelio de la salvación sea entendido y acogido. Se revela así un gran misionero de la metrópolis, sabedor de que los “medios” son urbanos: de la urbe puede enviar noticias a sus comunidades rápidamente, estar informados de las mismas, responder tempestivamente a sus problemas, completar su catequesis, crea una gran empatía con sus corresponsales que lo hace amar mucho y que también lo expone a grandes desilusiones, como revela la 2ª. Carta a los Corintios… Pero valía la pena, aunque fuese para salvar sólo a algunos (Cfr 1Cor 9, 22). En la ciudad hay la posibilidad de que las cartas sean transcritas y multiplicadas para que lleguen a otras comunidades más apartadas y así se realice lo que pide en las oraciones: “En fin hermanos, rueguen por nosotros, para que la palabra del Señor siga difundiéndose y sea estimada, como es entre vosotros” (2Tes 3, 1).
Tal sigue siendo Pablo de Tarso hoy: el misionero “tipo” de las metrópolis, cosmopolita -por raza, cultura, y ciudadanía- y que tiene mucho que decir aún, en un tiempo globalizado, muy parecido al suyo; Pablo que todo lo hizo por el Evangelio, con el ánimo de ser partícipe del mismo (Cfr. 1Cor 9,23). ¡Y que “fatiga” le costó!
Benito D. Spoletini, ssp
desde Argentina
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